EL LITORAL, jueves 16 de Febrero de 1967

EL OTRO MADRID

Gracián, que es uno de los buenos amigos que me acompañan en este viaje, decía que "Madrid es madre de todo lo bueno, mirada por una parte y madrastra por la otra. Que así como a la corte acuden todas las perfecciones del mundo, mucho más todos los vicios, que los que vienen a ella nunca traen lo bueno, sino lo majo de sus patrias". Como que ahora, y por acá, ya anda la nueva ola con sus melenas y su indumentaria de iracundos, alguna que otra minifalda y otras novedades por el estilo.

Pero no ése el Madrid auténtico que buscarnos y cuya imagen llevamos románticamente guardada en el corazón. El "Café de Pombo", donde Gómez de la Serna tuvo su famosa peña que inmortalizazon los pinceles de Gutiérrez Solana, desapareció hace años, víctima de un plan urbanístico que modernizó a Madrid. Por eso, con mucho temor y recelo desplegué un piano moderno y entre la maraña y revoltijo de sus calles vi que aún resisten al tajo y la cirugía de los urbanistas las que llevan esos nombres antiguos llenos de sugestión y de encanto como algunas calles de la vieja Lima; calle del Río, de los Caños, de Bordadores, de la Soledad, del Codo, de la Cebada, de Las dos hermanas, de la Sierpe, del Reloj; y las famosas y pintorescas de la Cava Baja y de La Cava Alta.

Pero en esta extensa y compleja geografía urbana de Madrid, hay otro aspecto que conviene señalar en lo tocante a su toponimia callejera y la erección de monumentos o bustos en las plazas y paseos; el recuerdo de los nombres que dieron a España una proyección universal en los dominios de la cultura.

Allí está el recuerdo desde el Greco y Velázquez, el Españoleto y Zurbarán, hasta Fortuny y Murillo, entre los artistas; y entre los que en las letras dieron brillo al nombre español: Cervantes, Garcilaso, Lope, Quevedo, Góngora y Moratín, Zorrilla, Bretón de los Herreros, Espronceda, Mesonero Romanos, Menéndez y Pelayo, Ortega y Gasset y Pardo Bazán; y en las proximidades de la magnífica Ciudad Universitaria, como un símbolo de alegría juvenil, el más remoto en el tiempo: el Arcipreste de Hita, amigo impenitente de troteras y danzaderas; trasnochador y andariego: más pecador que devoto y cuya jocundia y gracejo auténticamente español fluye como un agua limpia y clara de su "Libro del buen amor".

Ya propósito de escritores; Madrid celebra en este ano el centenario del nacimiento de don Jacinto, a uno de cuyos actos tuve ocasión de asistir- Patrocinado por el Ministerio de Información y Turismo, en el Teatro Nacional María Guerrero, antiguo Teatro de la Princesa, se pasaron escenas y textos de la obra inmortal de Benavente, recopilados por Enrique Ortenbach, autor de algunas obras de teatro y traductor de otras extranjeras. Muy inteligentemente recopilé escenas y textos y todo lo urdió de tal manera que el público asiste a un magnífico y conmovedor espectáculo en el que aparece Benavente no sólo como autor sino también como traductor y periodista, con toda su fina ironía y su talento reflejados en su teatro, en sus "Cartas de mujeres" y en sus anécdotas.

"Nos proponemos con este espectáculo, dice el director José Luis Alonso, ofrecer una visión más amplia de la obra y el ingenio de Jacinto Benavente al finalizar el año de su centenario". Y luego agrega: "No es la primera vez que ene] teatro se monta un espectáculo con los textos de un autor famoso. Se ha hecho en otros países y en otras latitudes: con Brecht, con Moliére, con Pushkin, con O'Neill. Teatro-reportaje, Teatro-documento".

En un escenario desnudo, donde sólo se veía el mareo de los bastidores sin ningún decorado, aparecieron las distintas escenas y personajes surgiendo, dice el mismo director, "como en esos teatros en que Don Jacinto jugaba de niño -según nos cuenta en sus memorias- que pegados en una tira de cartón, entran y salen por los lados del escenario. Todo debe tener la impresión de lo recordado". Y así fue. Un proyector puso ante nuestros ojos en el fondo del escenario, la imagen de don Jacinto en diferentes épocas de su vida: de niño, en la casa paterna; de mozo, en la época de los primeros estrenos; en su gloriosa vejez, reconciliado con Ramón Pérez de Ayala que con tanta dureza criticara su obra; aclamado por el pueblo en distintos lugares; y también la imagen de Lola Membrives. Pero lo más emocionante fue cuando al aparecer por medio de ese artilugio que digo, la estampa de don Jacinto personificando al Crispín, se oyó su propia voz, la propia voz de don Jacinto grabada en un disco, que recitaba el prólogo de "Los intereses creados".

Se pusieron escenas de bien" de 'El nido ajeno" "Señora ama", "La mal querida"...Fue sin duda, un espectáculo inolvidable y de gran categoría. En la escena de "La mal querida" hizo de madre María Fernanda Ladrón de Guevara, que quiso colaborar así en el homenaje; y al terminar la escena, cuando los artistas llegaron a las candilejas llamados insistentemente por los aplausos, se adelantó la actriz y pronunció unas palabras muy emotivas, pues en el estreno había hecho cl papel de hija; había personificado ala mal querida. "Yo soy, dijo la actriz, el único testimonio viviente de aquella noche memorables". Pero don Jacinto también estaba allí junto a ella y frente a su público.

En estos días se ha recordado en Madrid a otro escritor: Pío Baroja. Y su recuerdo ha sido plástico. Juan Esplandiú expuso una serie de acuarelas de tipos tomados de los capítulos de "La busca", con lo cual se reflejó a la vez el Madrid de comienzos del siglo, de 1904. Golfos, mozos de tahona, traperos, gente hampona y desganada que andaba del barrio de las Injurias al Rastro: de la taberna de la Blasa a la Puerta del Sol, entre tuertos, ciegos y lisiados; truhanes de monipodios con cuentas pendientes en la Guardia Civil y en la justicia. Pero aunque esta fauna sea difícil el hallarla a mano en estos días, están intactos aún, felizmente, los barrios y calles y tabernas que los tuvieron de parroquianos y donde los conoció Baroja.

Una noche enderecé mis pasos hacia la Plaza Mayor presidida por la estatua ecuestre de Felipe III. Por uno de sus pórticos bajé las centenarias escaleras de piedra y en el barrio de La Cava Baja, en una encrucijada medio en penumbras donde convergían unas callejas estrechas y tortuosas, entre uno de esos caseríos característicos de Madrid, de varios pisos, con balcones donde en las horas del día se asolea la ropa lavada, con techos de teja y buhardillas, di, en media calle, con una gran cruz de piedra a modo de "humilladero". Y en este barrio de Madrid auténticamente barojiano, se avivó mi recuerdo de Santa Fe, por otra parte siempre presente, pues este mismo barrio con sus Casas y su cruz de piedra es el que pintó Larrañaga y cuyo cuadro, desde hace muchos años, forma parte de la pinacoteca provincial que donara el doctor Martín Rodríguez Galisteo.

Ya en este Madrid de tabernas y figones, instalados algunos en "las cuevas" que no son otra cosa que sótanos o subsuelos de antiguos edificios, entré en "La cueva de Luis Candelas", que dicen que fue un famoso torero que venido a menos se hizo bandido y que tuvo aquí su guarida con sus compinches. "La cueva", preparada y dispuesta para turistas, tiene a su puerta, baja y a ras de la acera como el tragaluz de un sótano, la guardia de un "bandido de Sierra Morena", como escapado de uno de esos grabados que ilustraban los novelones españoles del siglo pasado; medias polainas de cuero sobado, holgadas y abrochadas por la parte posterior Con presillas y botones también de cuero; calzón ajustado, chaquetilla corta; ancha faja a la cintura; un pañuelo rojo como la faja, atado a la cabeza, con sus puntas caídas a la espalda; un bonete redondo y negro y en bandolera, un trabuco. En el interior, donde se canta al son de guitarras y al compás de palmadas, un dédalo de cuartujos, recovecos y escondrijos de echo bajo y en bóveda se comunican y dan paso entre si por arcos abiertos en gruesos muros de piedra, decorados con cacharros de Talavera y Segovia y fuentones de cobre fabricados a martillo a usanza de gitanos y fieras cabezas embalsamadas de toros de Mihura con sus enormes y puntiagudos cuernos; y sobre una mesa, en un rincón de la cueva, unos odres de vino tinto como los que acuchillara Don Quijote en la más brava, reñida y descomunal batalla que vieran los ojos atónitos de Sancho. En este mundo subterráneo los mozos atienden al reclamo de los clientes vestidos también a usanza de bandidos y entre Inscripciones murales con recuerdos de toreros y de legendarios bandidos, este verso:

"En la cueva de Candela
¡ay! que mal viento corrió,
el día que a Luis Candela
la justicia lo cogió"

Otro figón característico en estos andurriales es "El mesón del Segoviano". Sentado en un discreto rincón, con una jarra de vino -de vino ordinario y común, pero ¡qué vino!- y unas ricas tajadas de jamón casero y de queso de la Mancha, tenía cerca de mía dos muchachos de hasta veinticinco o treinta años, que junto al mostrador bebían muy discreta y despaciosamente su vaso de 'vino tinto. No conversaban. Estaban allí el uno frente al otro sin preocuparles el ir y venir de turistas pintorescos de todas latitudes y de nuevaoleros de todas las tonterías; y uno de ellos cantaba no en alta voz, como si lo hiciera para sí mismo. Cantaba así sus peteneras y "soleares"; y este cantor anónimo y desconocido era sin duda un maestro en el "cantejondo", que arranca de las antiguas sinagogas de la judería española. Tenía cara de gitano; cetrina la tez, grandes y negros los ojos bajo un par de pobladas y renegridas cejas; y unos carrillos que, aunque rasurados, denunciaban en su color azulado la espesa barba moruna. A la par que cantaba, su mano derecha levantada y abierta a la altura del pecho, sólo en el movimiento y en el crispar de sus dedos daba más intensidad y dramatismo a su canto:

"Quisiera ser perla fina
de tus pulidos aretes,
pa besarte esa boquita
y morderle los cachetes.
Quien te manda ser bonita,
si hasta Dios lo comprometes".

Y luego;

"Er pájaro carpintero
pa trabajá se agacha,
y en llegando al aujero
hasta el pico se remacha.
Yo también Soy carpintero,
cuando estoy con mi
muchacha".

Y después, saetas a "la Macarena" y al 'Jesú der gran podé". Salí por fin del mesón. Anduve por esas calles sombrías apenas alumbradas para dar la impresión del alumbrado a gas del siglo pasado y fui a dar a la Puerta del Sol. Levanté los ojos al cielo en busca de las constelaciones de Madrid pero estaba encapotado y negro como un ébano. Sin embargo allá, sobre las tejas de una buhardilla descubrí una estrella, una estrella sola que sin duda brillaba para mí, que era el único que había puesto sus ojos en ella. Y pensé que ésa seria mi estrella, mi buena estrella que me acompañaba hasta en esta tierra de España. Sí; mi buena estrella, a pesar de mis melancolías y desabrimientos.


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